La poesía como presente eterno, por Juan Carlos Capurro
Max Ernst - collage
Lo
que quizás nos encante de la literatura (esto incluye las telenovelas) sea la capacidad
de encerrar en un espacio acotado una desgracia o
alegría precisas, que no nos están
ocurriendo. Navegamos, tranquilos, en esas aguas temporarias, en donde lo
más importante no es lo que finalmente ocurra, sino que se termina pronto, en
comparación con el tamaño de la vida.
Nuestra
vida tiene esta particularidad: aunque experimentemos algo trágico o
maravilloso, una vez que se termina ese episodio, a diferencia de la novela, la
vida sigue. No tenemos asegurado un
final a plazo, que nos tranquiliza en su inmovilidad, permitiendo que pasemos a
otra cosa.
Cualquier
gran obra, o del tamaño que sea, literariamente hablando, nos lleva de la mano
hacia un final cercano: ningún libro dura demasiado y aun su relectura – fuente
enorme de placer- tiene el plazo que arbitrariamente le damos.
Nosotros,
en cambio, en nuestra vida cotidiana, después de amar o sufrir, después de
haber gozado o llorado, tenemos que seguir, sin saber cómo; posiblemente
marcados por esos sucesos, de una u otra manera. Nuestro final, medido por
épocas, etapas o añoses, salvo por decisión de interrumpirlo voluntariamente,
un momento relativamente incierto.
Por
eso la literatura siempre sale victoriosa de todos los embates. Hay miles y
miles de escritores, repeticiones de historias bajo ángulos diversos. Lectura
masiva para todo tipo de necesidades. Editoriales insaciables. Mercado.
La
poesía, en cambio, no responde a esta particularidad;por azar y por necesidad,
sin habérselo propuesto, es fugaz por naturaleza. Debido a su manera de exponer
la vida, la poesía no nos tranquiliza.
Porque cuando leemos un poema, no estamos esperando nada; vamos
abandonados a esa cita. No esperamos entretenernos ni nos importa su duración.
Por eso la poesía, a diferencia del cuento o la novela, no nos contiene, sino
que nos expande. Su círculo de influencia, dada su alta dispersión de
propósitos, nos parece así paradojalmente más pequeño.
A
partir de Baudelaire, que sumerge la poesía en la prosa, las fronteras se achican.
Pero, si observamos detenidamente, ocurre lo mismo con todas las grandes obras
literarias: están estructuradas sobre bases poéticas. Es la piedra de lo
inentendible, del misterio de lo sagrado,lo que mantiene con vida a los grandes monumentos
escritos. Aquello que la Ajmatova decía asi: “La tristeza es más permanente que
cualquier otra cosa, pero más perdurable es el mundo majestuoso”.
Creo
que el miedo que produce la poesía proviene de su falta de cierre. Esa es,
también, su fascinación sobre nosotros: la apertura infinita ante nuestro
inconsciente. No podemos ver allí, solamente, la vida de otros, linealmente
expuesta, sino, como en un espejo, la nuestra.Por esto, muchos lectores la evitan, de la misma manera
en que los niños huyen de las sombras de la noche, cuando quedan solos.
En
la medida en que la sociedad en la que vivimos genera constantemente
incertidumbre (la soledad, perder el trabajo, las decisiones de terceros
lejanos sobre nuestra libertad, la inhumanidad de la medicina y la crueldad del
aparato del Estado) nadie puede acercarse fácilmente a aquello
que carece de un límite cierto.
La
poesía, parafraseando a Berger, es un presente eterno que anula el tiempo. El
espacio entre el comienzo y el fin de una novela o un cuento no existe en su
terreno lleno de relámpagos: el poema es un rayo instantáneo, que fulmina. Abre
con la llave de los campos a lo desconocido. No nos deja sino desencajados de
nosotros, porque las condiciones materiales de nuestra vida en esta sociedad
nos prohiben conciliar el sueño con la acción.
Por
eso la literatura necesita de una nueva sociedad, libertaria, sin miedos, que
disuelva en el alba los monstruos,para poder expandir sus límites también en el terreno de la imaginación,
que no son otros que los nuestros. Aquello que Novalis pensó, hace dos siglos,
que se lograría con la revolución francesa, cuando hizo su obra genial sobre
fragmentos.
Esa tarea está vivamente
pendiente.
Juan Carlos Capurro
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